Desde Razón Pública publican este artículo:
80 años de la Guerra con el Perú: lecciones para la paz
No hay que leer las secciones de periódico que se titulan “Cultura y ocio” para acercarse a la cultura de un país. La cultura que pasa en los teatros, dentro de los libros o bajo la mirada de las estatuas en los museos es una versión o un reflejo de lo que pasa o ha pasado en la calle.
Como lo supo Theodor W. Adorno, la cultura es la naturalización de la violencia, es decir, es aquello que aprueba—a través de un consenso aparentemente incuestionado—un repertorio de prácticas, de sujeciones y de convenciones a expensas de otras.
En tiempos de paz, si queremos conjurar la guerra, es preciso desnaturalizar ciertas violencias que habitan y han hecho nuestra cultura, y esto solo lo podemos lograr a través de un cambio cultural.
Hace ochenta años, como hoy, la nación pensaba su territorio desde el conflicto armado. En particular, lo pensaba desde las dos batallas más importantes de lo que la historiografía posterior ha llamado la Guerra con el Perú (1932-1934): las batallas de Tarapacá y Güepi, en 1933.
Tal como hoy, aquella guerra haría cierto lo que escribió el famoso viajero inglés Richard Francis Burton en el Paraguay devastado por la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870): “las guerras les enseñan a las naciones su geografía”. ¿Qué lecciones nos dejó la Guerra con el Perú respecto a nuestra forma de concebir el territorio? ¿De qué forma la guerra “hizo hablar” a ese repertorio silente de prácticas que llamamos cultura colombiana?
En esta nota quiero detenerme en una forma en la que la Guerra con el Perú visibilizó la violencia subyacente a la cultura colombiana. Con ello quiero perturbar la existencia silenciosa de nuestra cultura y visibilizarla para que empecemos a cambiarla.
La Guerra con el Perú fue el último coletazo del trauma nacional por la pérdida de Panamá y también el epílogo del genocidio de la Casa Arana, desatado por el comercio cauchero de comienzos del siglo XX.
El conflicto se originó en las tensiones y desacuerdos derivados de la firma del Tratado Lozano-Salomón de 1922, en el que ambos Gobiernos se comprometían a aprobar en sus respectivos Congresos los límites convenidos sobre el río Amazonas.
Sin embargo, el presidente del Perú, Augusto Leguía, no pudo negociar con los caucheros peruanos arruinados y los regionalistas de Loreto (región amazónica del Perú) la cabal entrega del territorio al Estado colombiano.
Desde finales del XIX y hasta entonces, y por la inveterada desatención del Estado colombiano a sus zonas de frontera, el Putumayo era el feudo del cauchero y genocida peruano Julio César Arana.
Las presiones políticas del ya arruinado Arana y los suyos, el desprestigio del presidente Leguía y el golpe de Estado que sufriría a manos del militar Sánchez Cerro en 1930, precipitarían las tensiones diplomáticas al campo bélico.
El 1 de septiembre de 1932, Enrique A. Vigil, otro cauchero arruinado, con el apoyo de algunos colonos peruanos, atacaría el frágil destacamento colombiano apostado en el entonces caserío riberano de Leticia. Así estallaba un conflicto del que el gran público urbano solo se enteraría confusamente días después a través de los medios de comunicación.
Para Colombia, el conflicto supondría una tregua en los enfrentamientos partidistas, una galvanización del orgullo nacionalista todavía maltrecho por la pérdida de Panamá y, sobre todo, una importante inyección financiera que le permitió al presidente Enrique Olaya Herrera amortiguar las consecuencias de la depresión mundial del año 29.
Para leer completo este artículo, pueden ir al enlace de Razón Pública: http://www.razonpublica.com/index.php/cultura/artes-y-cultura/7232-80-a%C3%B1os-de-la-guerra-con-el-per%C3%BA-lecciones-para-la-paz.html
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