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Preservar las Reservas Naturales no basta
Existen desarrollistas extremos (atados a indicadores de opulencia como crecimiento, bienestar material, productividad, etc.), otros con sesgos humanistas (que usan indicadores de desarrollo humano y democratización), y otros más estilan retórica verde (negocios verdes y crecimiento verde). Para todos ellos, en su propio lenguaje, Colombia (como cualquier otro país del mundo) está dividida, a grandes rasgos, en dos territorios: un territorio de vorágine, agreste jungla tropical, o vergonzosamente improductivos terrenos baldíos y tierras vírgenes; otro territorio de orden; de tierra útil y productiva para actividades que generan crecimiento como la agricultura, la infraestructura, el turismo y la urbanización.
Desde una perspectiva de ambientalismo honesto, podríamos afirmar una parte de la tierra es reserva natural, y la otra es terreno alterado, transformado y, finalmente, explotado y destruido para la producción de mercancías (minería, agricultura, industria, urbes y reproducción de gente).
De los 114.2 millones de hectáreas de superficie del territorio colombiano hay un total de 28.920.832 hectáreas, de áreas protegidas (que incluyen, reservas forestales, parques nacionales, distritos de conservación de suelos, reservas naturales de la sociedad civil, etc.). Esto no incluye una medición de las fuentes hídricas.
Bogotá tiene una superficie de 158.700 hectáreas, con muy pocos parches verdes (entre los que podríamos destacar el Parque Nacional Olaya Herrera, el Parque Simón Bolívar, y otros más pequeños como el Tunal y el Bosque de San Carlos). La Reserva Forestal Thomas van der Hammen tiene una superficie de 1.395 hectáreas (el equivalente a unos 16 parques Simón Bolívar).
En la perspectiva de la bioeconomía (y de la economía ecológica), se comprueba que la actividad económica (trabajo, intercambio, consumo, etc.) no produce y no genera un valor agregado; simplemente altera y transforma la naturaleza con un agravante: acelera el proceso entrópico natural, al transformar recursos naturales de baja entropía en productos transformados de alta entropía y en nocivos desperdicios. Esto significa que las actividades económicas generan un agotamiento y una degradación en los recursos energéticos y en la materia.
Los economistas convencionales son mecanicistas y se rigen sólo por la primer ley de la termodinámica: la materia y la energía no se crean ni destruyen, sólo se transforman incesantemente como un motor de movimiento perpetuo. Los bioeconomistas (y los economistas ecológicos) entienden que la economía está contenida en la naturaleza y que el mundo es entrópico: la segunda ley de la termodinámica muestra que la materia y la energía se transforman de estados ordenados hacia estados de degeneración, desorden y dispersión. Las implicaciones más importantes son dos: existe una flecha ineluctable del tiempo (no podemos resucitar cadáveres) y el ser humano no puede crear materia, energía o vida y, simplemente, no puede fabricar una naturaleza de la nada.
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