Don Milton Cascarrabias.
Por Juan Carlos Quenguan Acosta.
Era un día cualquiera, todo se nublaba. Milton Asunción Vega, más conocido por los jóvenes como Don Milton Cascarrabias o el Jorobado de Nuestra Señora de La Candelaria, tenía claro que su participación en los Consejos de Discapacidad de la Localidad La Candelaria no tuviera incidencia en la formulación que las personas en condición de discapacidad presentaran hacia la política pública del sector; dichas reuniones y discusiones no eran las soluciones efectivas que Milton quería.
Milton tenía 64 años, estatura mediana, encorvado desde que tenía 55 años, cabello gris plateado, arrugas en pómulos, mejilla y quijada, tenía un aspecto serio y pausado, pero lo más importante, una persona en condición de discapacidad visual grave, ya que sufría de queratocono en ambos ojos, heredado de su padre quien trabajaba en la última empresa de tranvía municipal.
Perdió su ojo derecho en una fallida cirugía después de un accidente laboral en la Zapatería Virreinal, tras acercarse hacia una aguja, del cual la forzó para que funcionara en una máquina de coser de los zapatos. Su ojo izquierdo era el único que quedaba sano, pero la avanzada de la enfermedad lo obligó en ir a constantes chequeos médicos, optómetras y oftalmológicos, para que los especialistas diagnosticaran la visión reducida en un cincuenta por ciento.
Milton convivía con su compañera Marina Eugenia Cuastumal, 52 años de edad, había perdido su belleza física, pero su actitud humilde, sus ganas de fumar, su sentido hogareño y sus luchas comunales siempre las tuvo intactas. Tras enterarse del último diagnóstico que los especialistas dieron a Milton, Marina lo cuidaba como si fuera su perrito chihuahua que jadeaba al acariciar.
Al día siguiente de la reunión del Consejo de Discapacidad, a Marina le surgió una idea, después de esperar 20 minutos para que Milton saliera del baño pequeño debajo de la escalera.
—Mijo, ¿recuerdas de lo que te dije sobre ir y solicitar ante el Instituto de Ciegos?
—¡Claro vámonos!
Milton cogió su toalla y regresó al baño, esta vez para bañarse durante otros 20 minutos.
Después de secarse, acicalarse, vestirse, peinarse, poner sus zapatos de charol negros de brillo opaco, Milton estaba listo mientras Marina, con su característica puntualidad de aseo personal y de preparar el desayuno de huevos revueltos con salchicha picada, al estilo gringo.
Minutos después, ambos salieron agarrados del brazo, comenzaron a caminar, ya que no les gustaba ir en algún sistema de transporte, porque según ellos, andaban más lentos que una subida de montaña en bicicleta.
Los compañeros caminaron por un amplio andén para seguir los pasos puntiagudos del suelo demarcado hacia el instituto. Al llegar por la puerta de cristal, hablaron con el celador, con la recepcionista, se sentaron, se levantaron, hablaron con el primer asesor del instituto, se sentaron y esperaron minutos sin contar.
Ambos sintieron los pasos de llegada de un joven asesor.
—Buen día, que bueno que hayan llegado, me llamo Francisco Javier, quien habló con doña Marina por vía telefónica, por favor pasen a mi oficina.
La pareja se levantó y caminó con Francisco Javier, para indicar una oficina de puertas transparentes, enmarcadas del logo del instituto de blanco grisáceo.
Tras llegar, cado uno se sentó en las suaves sillas ergonómicas de la oficina.
—Teniendo claridad que me explicó por vía telefónica sobre la situación de discapacidad de don Milton, me gustaría saber ¿cómo fue que se conocieron?
—Bueno… —comenzó en explicar Marina— Cuando éramos jóvenes, mis padres, que vinieron a Bogotá del departamento de Nariño, nunca querían que saliera a eventos o a reuniones, porque, como yo era una joven tan bonita, no podía socializarme ni relacionarme con ningún joven que tenía aspecto de hippie o de joven de camisetas salidas…
—Más si era en Fiesta de Reyes Magos en el Barrio Egipto, —continuó Milton— donde las señoritas venían como doncellas de una Cleopatra ficticia, de angelitos con plumas de gallina o de mujeres árabes-israelíes, tapadas de velos blancos de algodón costeño.
—Gracias mijo… —dijo Marina— En una de esas Fiestas de Reyes, quería ir a escondidas, para participar como una de las bailarinas de una obra teatral denominada Auto Sacramental…
—¿La representación de la llegada de los Reyes Magos, la locura de Herodes y todo eso? —preguntó Francisco Javier.
—Exacto… —contestó Marina— Entonces, cuando llegué sigilosa a mi casa, mi madre me regañó y me castigó en quedar todo el tiempo en casa, y solo podía salir cuando estudiaba en el colegio de Nuestra Señora del Rosario…
—Y yo, por estar representando como guardia romano, quien daba zancadillas al rey Herodes —continuaba Milton— me percaté de la bella y elegante figura de Marina, quería cortejarla en uno de esos bailes, pero el maestro de teatro me dijo: “Quiubo chino, usted no puede bailar con esa jovencita, ¿crees que es un concurso de guarachas con disfraces?”
—Interesante… —dijo Francisco Javier, escuchando el relato.
—Entonces, Milton supo de una de las monjitas del lugar donde yo vivía con mis padres, fue allá e hizo cositas llamativas como realizar serenata frente la ventana, traerme flores con chocolates, jugar a las escondidas, jugar tejo, llevarme en un bus cuadrado de metal al Parque del Tunal.
—Todo con el permiso de los padres de Marina a punta de escritos de letra cursiva y telegrafiados al latín —terminó Milton de relatar.
—Qué bonito… Bien, hablaré con el director del instituto porque creo que hay una respuesta a su solicitud, me esperan un momento, por favor —al decirlo, el joven asesor se levantó y fue a la oficina del director.
Diez minutos después, regresó Francisco Javier a su oficina.
—Don Milton, le tengo su solución.
—¿Cuál?
—Es posible ayudar ante su petición.
—¡Qué bueno!
—La próxima semana el director de nuestro instituto lo llamará para que recoja su lechona de braille.
—¿Será posible que me pueden enviar con una cucharita plástica y un paquete de arepas doraditas?
—Haremos lo posible en enviar.
—Muchas gracias.