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La endogamia educativa y los colegios de élite en Colombia
Si usted ha estado cerca de la élite colombiana probablemente conoce a alguien que cree que Meissen es una marca de cerveza alemana, o que Kennedy queda en algún estado al este de los Estados Unidos. Probablemente, también tuvo que ayudarle a alguno a llegar a la Plaza de Bolívar en las protestas contra Samper, o explicarle que Lucero Alto no es el nombre de una cantante de música de planchar.
Todo esto empieza con la endogamia educativa.
El destino manifiesto y nunca puesto en duda de una mayoría importante de los estudiantes de estrato seis (o más) en Bogotá es hacer un posgrado en el exterior (Estados Unidos y Europa por supuesto); es formar pareja con alguien que asistió como ellos a un colegio internacional, y que creció a pocas cuadras de su casa; es también tener un grupo de amigos que frecuenta los mismos círculos, que habla por lo menos dos idiomas y que es prolífico en apellidos de origen extranjero. A veces preservados obstinadamente con un guión después del apellido nacional. En palabras del Chavo para que me entiendan mejor: Los Pérez-Abolengo.
No todos. Algunos se rebelan, o conocen a alguien que les mueve el piso y se quedan a vivir en la clase media globalizada y renuncian de esta forma a los privilegios heredados. Para preocupación de los padres, que cada día más prefieren dejarlos hacer el pregrado aquí, no sea que vuelvan confundidos como Clara López o Daniel García-Peña, o como el mismo presidente, que después de Kansas le dio, más bien con poca consistencia, por intentar ser un traidor a su clase. Algunos pocos en sus viajes hacen amigos de otro origen; pocos también, venidos de provincia o de la educación pública. Los otros, la mayoría, vuelven al redil después de haber conocido el mundo, y paradójicamente sin conocerlo.
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